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jueves, 15 de abril de 2010

O COSAL Coruña apoia a manifestación nacional de solidariedade con Cuba


LA ANEXIÓN DE COLOMBIA A ESTADOS UNIDOS
CubaDebate

Cualquier persona medianamente informada comprende de inmediato que el edulcorado "Acuerdo complementario para la Cooperación y Asistencia Técnica en Defensa y Seguridad entre los gobiernos de Colombia y Estados Unidos", firmado el 30 de octubre y publicado en la tarde del 2 de noviembre, equivale a la anexión de Colombia a Estados Unidos.
El acuerdo pone en aprietos a teóricos y políticos. No es honesto guardar silencio ahora y hablar después sobre soberanía, democracia, derechos humanos, libertad de opinión y otras delicias, cuando un país es devorado por el imperio con la misma facilidad con que un lagarto captura una mosca. Se trata del pueblo colombiano, abnegado, trabajador y luchador. Busqué en el largo mamotreto una justificación digerible, y no vi razón alguna.
En 48 páginas de 21 líneas, cinco se dedican a filosofar sobre los antecedentes de la vergonzosa absorción que convierte a Colombia en territorio de ultramar. Todas se basan en los acuerdos suscritos con Estados Unidos después del asesinato del prestigioso líder progresista Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, y la creación de la Organización de Estados Americanos, el 30 de abril de 1948, discutida por los Cancilleres del hemisferio, reunidos en Bogotá bajo la batuta de Estados Unidos los días trágicos en que la oligarquía colombiana tronchó la vida de aquel dirigente y desató la lucha armada en ese país.
El Acuerdo de Asistencia Militar entre la República de Colombia y los Estados Unidos, en abril de 1952; el relacionado con "una Misión del Ejército, una Misión Naval y una Misión Aérea de las Fuerzas Militares de los Estados Unidos", suscrito el 7 de octubre de 1974; la Convención de Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas, de 1988; la Convención de Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, de 2000; la Resolución 1373 del Consejo de Seguridad, de 2001, y la Carta Democrática Interamericana; la de Política de Defensa y Seguridad Democrática, y otras que se invocan en el citado documento. Ninguna justifica convertir un país de 1 141 748 kilómetros cuadrados, ubicado en el corazón de Suramérica, en base militar de Estados Unidos. Colombia posee 1,6 veces el territorio de Texas, segundo Estado de la Unión en extensión territorial, arrebatado a México, que después sirvió de base para conquistar a sangre y fuego más de la mitad de ese hermano país.
Por otro lado, han transcurrido ya 59 años desde que soldados colombianos fueron enviados a la distante Asia para combatir junto a las tropas yankis contra chinos y coreanos en octubre de 1950. Lo que el imperio pretende ahora es enviarlos a luchar contra sus hermanos venezolanos, ecuatorianos y otros pueblos bolivarianos y del ALBA, para aplastar la Revolución Venezolana, como trataron de hacer con la Revolución Cubana en abril de 1961.
Durante más de un año y medio, antes de la invasión, el gobierno yanki promovió, armó y utilizó las bandas contrarrevolucionarias del Escambray, como hoy utiliza a los paramilitares colombianos contra Venezuela.
Cuando el ataque de Girón, los B-26 yankis tripulados por mercenarios operaron desde Nicaragua, sus aviones de combate eran transportados hacia la zona de operaciones en un portaaviones, y los invasores de origen cubano que desembarcaron en aquel punto venían escoltados por buques de guerra y la infantería de marina de Estados Unidos. Hoy sus medios de guerra y sus tropas estarán en Colombia, no sólo como una amenaza para Venezuela sino para todos los Estados de Centro y Suramérica.
Es realmente cínico proclamar que el infame acuerdo es una necesidad de la lucha contra el tráfico de drogas y el terrorismo internacional. Cuba ha demostrado que no se necesitan tropas extranjeras para evitar el cultivo y el tráfico de drogas y mantener el orden interno, a pesar de que Estados Unidos, la potencia más poderosa de la tierra, promovió, financió y armó durante decenas de años las acciones terroristas contra la Revolución Cubana.
La paz interna es prerrogativa elemental de cada Estado; la presencia de tropas yankis en cualquier país de América Latina con ese propósito es una descarada intervención extranjera en sus asuntos internos, que inevitablemente provocará el rechazo de su población.
La lectura del documento demuestra que no sólo las bases aéreas colombianas se ponen en manos de los yankis, sino también los aeropuertos civiles y en definitiva cualquier instalación útil a sus fuerzas armadas. El espacio radioeléctrico queda también a disposición de ese país portador de otra cultura y otros intereses que nada tienen que ver con los de la población colombiana.
Las Fuerzas Armadas norteamericanas disfrutarán de prerrogativas excepcionales.
En cualquier parte de Colombia los ocupantes pueden cometer delitos contra las familias, los bienes y las leyes colombianas, sin tener que responder ante las autoridades del país; a no pocos lugares llevaron los escándalos y las enfermedades, como hicieron con la base militar de Palmerola, en Honduras. En Cuba, cuando visitaban la neocolonia, se sentaron a horcajadas sobre el cuello de la estatua de José Martí, en el Parque Central de la Capital. La limitación relacionada con el número total de soldados puede ser modificada por solicitud de Estados Unidos, sin restricción alguna. Los portaaviones y barcos de guerra que visiten las bases navales concedidas llevarán cuantos tripulantes requieran, y pueden ser miles en uno solo de sus grandes portaaviones.
El Acuerdo se extenderá por períodos sucesivos de 10 años, y nadie puede modificarlo sino al final de cada período, advirtiéndolo un año antes. ¿Qué hará Estados Unidos si un gobierno como el de Johnson, Nixon, Reagan, Bush padre o Bush hijo y otros similares, recibe la solicitud de abandonar Colombia? Los yankis fueron capaces de derrocar decenas de gobiernos en nuestro hemisferio. ¿Cuánto duraría un gobierno en Colombia si anunciara tales propósitos?
Los políticos de América Latina tienen ahora ante sí un delicado problema: el deber elemental de explicar sus puntos de vista sobre el documento de anexión. Comprendo que lo que ocurre en este instante decisivo de Honduras ocupe la atención de los medios de divulgación y los Ministros de Relaciones Exteriores de este hemisferio, pero el gravísimo y trascendente problema que tiene lugar en Colombia no puede pasar inadvertido por los gobiernos latinoamericanos.
No albergo la menor duda sobre la reacción de los pueblos; sentirán el puñal que se clava en lo más profundo de sus sentimientos, en especial el de Colombia: ¡se opondrán, jamás se resignarán a tal infamia! El mundo enfrenta hoy graves y urgentes problemas. El cambio climático amenaza a toda la humanidad. Líderes de Europa casi imploran de rodillas algún acuerdo en Copenhague que evite la catástrofe. Presentan como realidad que en la Cumbre no se alcanzará el objetivo de un convenio que reduzca drásticamente la emisión de gases de efecto invernadero. Prometen proseguir la lucha por alcanzarlo antes de 2012; existe riesgo real de que no pueda lograrse antes de que sea demasiado tarde.
Los países del Tercer Mundo reclaman con razón a los más desarrollados y ricos cientos de miles de millones de dólares anuales para costear los gastos de la batalla climática.
¿Tiene algún sentido que el gobierno de Estados Unidos invierta tiempo y dinero en construir bases militares en Colombia para imponer a nuestros pueblos su odiosa tiranía? Por ese camino, si un desastre amenaza al mundo, un desastre mayor y más rápido amenaza al imperio, y todo sería consecuencia del mismo sistema de explotación y saqueo del planeta.
6 de noviembre de 2009
Fidel Castro Ruz

Honduras: el imperio contraataca

La crisis hondureña finalmente se resolvió “por el lado malo”: la consolidación del régimen golpista y la institucionalización de las ilegítimas elecciones que tendrán lugar el próximo 29 de Noviembre. Ya la Casa Blanca ha declarado que los resultados del comicio serán admitidos como válidos lográndose así la normalización de la vida democrática y poniendo fin al “interinato” de Micheletti, eufemismo con el que desde un principio Washington caracterizó al golpe de Estado de la oligarquía hondureña. De este modo las groseras violaciones a los derechos humanos y los atropellos a las libertades democráticas que signaron toda la campaña electoral serán condenados al olvido. Este penoso desenlace había sido anticipado por diversos representantes de la derecha republicana, que impuso como una de sus condiciones para ratificar la designación de Arturo Valenzuela como Secretario de Estado Adjunto para Asuntos Interamericanos el pleno reconocimiento de unas elecciones que por sus insanables anomalías deberían ser declaradas nulas de nulidad absoluta. Tal como lo reportara Página/12 en su edición del 7 de Noviembre, el senador republicano por Carolina del Sur, Jim DeMint, retiró su veto a la candidatura de Valenzuela porque, según se encargó de comunicar a los medios, “la secretaria de Estado Hillary Clinton y el subsecretario, Thomas Shannon, me han garantizado que Estados Unidos reconocerá el resultado de las elecciones hondureñas, haya sido restituido o no Manuel Zelaya”.
Esta resolución de la crisis tiene un significado que excede con creces la política hondureña: marca el inicio de una nueva etapa, por cierto que involutiva, en la cual Estados Unidos retoma su tradicional política de apoyo a los golpes militares y a los regímenes autoritarios afines con los intereses imperiales y ratifica el carácter hipócrita y vacío de la retórica democrática permanentemente enunciada por Washington. Conviene aprender la lección: de ahora en más, democrático vuelve a ser todo régimen que se somete incondicionalmente a los designios norteamericanos; autoritario, populista o despótico será aquel que defienda su independencia y autodeterminación. Uribe y Calderón son demócratas, no importa si el primero viola flagrantemente los derechos humanos, mantiene estrechas relaciones con los narcos y los paramilitares y sabotea sin cesar los posibles acuerdos de paz y el canje humanitario que necesita Colombia para lograr su pacificación; o que el segundo despida de la noche a la mañana a 46.000 trabajadores de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro y promueva una demencial militarización de la vida política mexicana. Chávez, Correa y Morales, en cambio, son populistas y autoritarios, peligrosos para sus vecinos, porque promueven diversas reformas sociales y siembran las semillas de la discordia en sus respectivos países. Aquí aparece una vez más la vetusta y falsa teoría conservadora que concibe a la lucha de clases no como producto de las contradicciones sociales inherentes al capitalismo, sino como la obra de un agente perverso que, dotado de inmensos poderes, introduce el virus del odio y el conflicto en sociedades que antes de su nefasta aparición sobresalían por la armonía de sus relaciones sociales.
Ante esta penosa retrogresión de la política exterior norteamericana son muchos los analistas y estudiosos de la realidad internacional que plantean la tesis de que la victoria de los golpistas hondureños expresa la declinación de la hegemonía norteamericana. A partir de esta constatación se termina por inocentizar a Barack Obama porque, supuestamente, pese a sus esfuerzos no pudo encaminar la crisis en Honduras hacia una resolución compatible con la institucionalidad democrática. ¿Hasta que punto es sustentable esta interpretación?
Hay dos cuestiones que deben ser examinadas: por un lado, la progresiva pérdida de capacidad hegemónica de Estados Unidos en la región. Por el otro, las iniciativas concretas tomadas por la Casa Blanca en el marco de la crisis hondureña. En relación con la primera, es preciso reconocer que si bien la superpotencia se enfrenta a una disminución de su capacidad de dominación y control sobre el sistema internacional, así como su gravitación económica global, no es menos cierto que esta tendencia no se traslada linealmente a América Latina y el Caribe. No sería temeraria, sino mucho más próxima a la verdad la hipótesis que dijera que ante una declinación relativa del imperio en la arena mundial aquél se aferra con más fuerza a lo que sus estrategas militares y diplomáticos consideran su patio trasero y su incuestionable entorno de seguridad territorial. No por nada esta región del mundo fue la destinataria de la primera concepción que la joven república norteamericana elaboró en materia de política exterior: la doctrina Monroe. Por lo tanto, la declinación global no necesariamente significa un deterioro equivalente en su capacidad de controlar su tradicional “zona de influencia”. Es indudable que el predominio que Estados Unidos tenía antes sobre sus vecinos al sur del río Bravo se ha debilitado; pero aún así está lejos de haber desaparecido. Y esto nos conduce al análisis del segundo aspecto señalado más arriba.
En efecto, ¿actuó Obama con todas sus fuerzas para resolver la crisis hondureña en una dirección coherente con los imperativos de la democracia y los derechos humanos? Definitivamente no. Sus iniciativas fueron vacilantes, expresión de las dos líneas que se disputan la formulación de su política exterior. Una, reaccionaria hasta la médula y profundamente influida por las necesidades y las estrategias del complejo militar-industrial y que encuentra en Hillary Clinton su más encumbrada vocera y, otra, mucho más difusa y dispersa, que desearía establecer relaciones más respetuosas con los países del área aún cuando esto no implique abandonar la presunción hegemónica del pasado, sino tan sólo un cierto aggiornamento de la misma y que encuentra su principal representante en el propio Obama. En esta pugna el presidente se vio claramente superado por sus rivales que, desde el principio, fueron capaces de imponer su estrategia en relación con la crisis desatada en Honduras.
Cabría preguntarse si esta interpretación no presta validez a la tesis declinacionista. De ninguna manera. Lo que sí queda claro es que Obama tiene un control apenas marginal del aparato estatal norteamericano. Sería por lo tanto más correcto decir que fue el ocupante de la Casa Blanca quien no pudo elegir otro rumbo, pero no Estados Unidos como potencia imperial. En otras palabras, se impone una vez más distinguir entre el “gobierno permanente” de ese país y su “gobierno aparente”, el que se simboliza en la figura del presidente. El problema es que el vaciamiento de la democracia estadounidense, un proceso que se ha venido desenvolviendo a lo largo del último medio siglo, hace que la figura presidencial tenga muy acotados sus márgenes de autonomía para intentar –en el hipotético caso de que así lo deseara- llevar a cabo una política contraria a los intereses del “gobierno permanente”, ese nefasto entramado de grandes oligopolios y sus lobbies, fuerzas armadas, políticos profesionales y grandes medios de comunicación que, como dijera Gore Vidal, mantiene secuestrada a la sociedad norteamericana.
Para resumir: la hipótesis de la declinación hegemónica queda desmentida cuando se observa que, a pesar de dicho debilitamiento, Washington se las ingenia para firmar un tratado de cooperación militar con Colombia que, como lo recordara el Comandante Fidel Castro Ruz días pasados en una de sus “Reflexiones”, equivale a una práctica anexión de ese país sudamericano a Estados Unidos. Si algo demuestra esta iniciativa es la formidable capacidad de presión, dominación y control que, pese a su debilitamiento, aún conserva el imperio. Es esa misma capacidad la que lo llevó a sacar rápidamente de la escena negociadora en Tegucigalpa al Secretario General de la OEA (cuyos planteamientos eran totalmente inaceptables para los golpistas) para sustituirlo con un viejo peón de la política estadounidense, Oscar Arias. Es esa misma capacidad la que lo lleva a sostener contra viento y marea el criminal bloqueo a Cuba, pese a que en la Asamblea General de la ONU esa política fue condenada por 187 de los 192 países que la integran, y defendida sólo por tres: Estados Unidos, su estado cliente Israel y la isla de Palau (20.000 habitantes), según la CIA un polígono de tiro de la Armada norteamericana en la Micronesia. O la que le permite prestar oídos sordos al reclamo universal de indultar a los cinco luchadores antiterroristas cubanos sometidos a inhumanas condiciones de detención en Estados Unidos gracias a una escandalosa burla al debido proceso; o mantener una infame prisión, violatoria de todos los derechos humanos, en la Base Naval de Guantánamo.
Si Obama hubiera demostrado la misma determinación para exigir la inmediata restitución de Zelaya en la presidencia otra habría sido la historia. Y tenía instrumentos a manos para hacerlo: podría haber decretado el transitorio bloqueo de las remesas de los inmigrantes hondureños residentes en Estados Unidos; o instruido a las empresas norteamericanas radicadas en Honduras que preparasen planes para su eventual evacuación; o congelado los fondos de los políticos del régimen y de la oligarquía depositados en bancos norteamericanos; o embargar sus fastuosas propiedades en la Florida. Son gestos para nada inéditos; casi todos ellos fueron utilizados por George W. Bush para frustrar la segura victoria de Schafik Handal, candidato del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, en las elecciones del 2004 en El Salvador. ¿Por qué no se intentó algo similar en esta ocasión? Respuesta: porque la política del “gobierno permanente” de Estados Unidos dispuso otra cosa y el inquilino de la Casa Blanca se inclinó ante esa decisión.
Conclusión: no es que Estados Unidos no pudo modificar el resultado de la crisis hondureña sino que, más allá de las preferencias de Obama, la clase dominante norteamericana y sus representantes políticos en el aparato estatal no quisieron que fuera otro el desenlace de este conflicto, aún a sabiendas de las funestas implicaciones que esta decisión tendrá para la paz y la estabilidad política ese país centroamericano. En línea con la desorbitada militarización de la política hemisférica promovida desde los años de George W. Bush –y de la cual las siete bases concedidas por Uribe son apenas la punta del iceberg- el “gobierno permanente” de Estados Unidos optó por sostener a los golpistas en vez de apostar a la reconstrucción de la democracia. No se trató de una cuestión de incapacidad, sino de una elección estratégica concebida para reordenar manu militari el tumultuoso patio trasero del imperio en Centroamérica y para lanzar una ominosa señal de advertencia a los gobiernos de izquierda y progresistas de la región.
13 de novembro de 2009
Atilio Borón