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domingo, 9 de mayo de 2010

Bases militares estadounidenses en Colombia
El País
El acuerdo firmado el pasado 30 de octubre entre los Gobiernos de Colombia y Estados Unidos, para permitir la presencia de tropas y el estacionamiento de aeronaves de guerra norteamericanas en siete bases estratégicas colombianas, tendrá unas graves implicaciones en la determinación de la futura política exterior colombiana apenas comparables a las que resultaron cuando, a comienzos del siglo XIX, el país perdió el istmo de Panamá.
En los documentos internos del Pentágono de enero de este año, antes de existir cualquier negociación con Colombia, ya aparecían señaladas las bases como parte de la estrategia de "aseguramiento estratégico" de los Estados Unidos en el hemisferio suramericano.
Pasado el 11 de septiembre, los Estados Unidos resolvieron comenzar a levantar sus 800 bases en el mundo y construir un nuevo tipo de ellas, las denominadas "bases expedicionarias", que les permitieran vigilar, desde corredores geográficos determinados, a través de distintos sitios de abastecimiento, distintas aéreas del mundo.
Los nuevos enclaves militares norteamericanos en Colombia y, más concretamente, la base de Palanquero, localizada en el corazón del país y considerada la fortaleza emblemática de nuestra Fuerza Aérea, cumplirá este objetivo de aseguramiento estratégico de Suramérica y la costa occidental de África a través de la isla de Ascensión, cercana a la ciudad de Recife en Brasil.
Aunque los cancilleres de los países firmantes del acuerdo han insistido en que las bases solamente reforzarán la lucha de Colombia contra el narcotráfico y el terrorismo, está claro que por el tipo de equipos que vendrán a ellas como aviones C-17, que cargan hasta 70 toneladas de material bélico, aviones Orion dedicados al espionaje electrónico, los poderosos aviones Awad, verdaderas plataformas volantes de inteligencia y los Boeing 707, los nuevos equipos no serán para transporte masivo de narcotraficantes, fumigación aérea de cultivos ilícitos o localización de terroristas en las selvas amazónicas.
Así lo han intuido los países del hemisferio que, reunidos varias veces en UNASUR, bajo el liderazgo de Brasil, han expresado su preocupación por esta peligrosa presencia norteamericana en la región. Ni siquiera las múltiples visitas de altos funcionarios del Departamento de Estado ni las cartas personales de Hillary Clinton a los mandatarios regionales han logrado atenuar la convicción que existe de que las nuevas bases no lanzarán operaciones en la zona. Y no es para menos.
Con excepción de las bases de Howard en Panamá y la de Manta en Ecuador, que acaba de ser levantada, nunca habían existido, hasta hoy, bases militares norteamericanas en Suramérica. Lo cual explica por qué el acuerdo firmado le hace daño no solamente a Colombia, sino al propio Gobierno de Obama que, con esta decisión, manda una señal equivocada, digamos "tradicional" para ser benignos, respecto al todavía esperado replanteamiento de sus relaciones con Latinoamérica.
Lo único más grave que los acuerdos ha sido la forma como se ha manejado la información sobre ellos, de manera casi clandestina, a escondidas de la opinión pública y sin la participación de los Congresos de los dos países. El de Colombia, inclusive, desconoció la recomendación que le hizo el Consejo de Estado -organismo asesor, según la Constitución, del poder Ejecutivo-, que le aconsejó, dada la trascendencia del tema, llevarlo a la discusión del Congreso de Colombia y someterlo después al análisis de la Corte Constitucional.
La mayoría de los medios colombianos, por su parte, han mantenido el asunto, de manera inexplicable, dentro de una especie de campana neumática, haciéndole indirectamente el juego al Gobierno del presidente Uribe, quien ordenó firmar el peligroso instrumento la madrugada del pasado 30 de octubre con la lánguida presencia del embajador de Estados Unidos como representante de su contraparte y los ministros colombianos responsables del tema.
El Senado colombiano, que estaría obligado a autorizar esta presencia de naves militares y tropas extranjeras, y el propio Congreso, que tendría que convertir en ley este acuerdo que nos compromete con una política hegemónica propia de los tiempos de la guerra fría, no han dicho, oficialmente, ni esta boca es mía. Y aunque en una primera etapa lo previsible es que los países del área guarden una prudente espera, es fácil prever lo que sucederá cuando desde las nuevas bases se empiecen a lanzar -como se hará porque para eso fueron establecidas- operaciones especiales de vigilancia electrónica sobre Suramérica.
Finalmente, no puede descartarse que las FARC aprovechen esta inoportuna presencia para comprometer militarmente a los Estados Unidos en la guerra colombiana, lo cual terminaría de complicar el efecto de internacionalización del conflicto interno colombiano que ha conseguido el presidente Uribe con esta decisión que no solamente compromete el futuro de la política exterior de Colombia, sino que ya tiene enredadas nuestras relaciones con Venezuela, Ecuador, Cuba, Nicaragua y Bolivia.

Ernesto Samper
12 de novembro do 2009


Cercando a Venezuela


Tomado de Le Monde Diplomatique. Edición española. Numero 171.

La llegada al poder, en Venezuela, del Presidente Hugo Chávez el 2 de febrero de 1999 coincidió con un acontecimiento militar traumático para Estados Unidos: la clausura de su principal instalación militar en la región, la base Howard, situada en Panamá, cerrada en virtud de los Tratados Torrijos-Carter (1977).
En sustitución, el Pentágono eligió cuatro localidades para controlar la región: Manta en Ecuador, Comalapa en El Salvador y las islas de Aruba y Curazao (de soberanía holandesa). A sus -por decirlo así- ‘tradicionales' misiones de espionaje, añadió nuevos cometidos oficiales a estas bases (vigilar el narcotráfico y combatir la inmigración clandestina hacia Estados Unidos), y otras tareas encubiertas: luchar contra los insurgentes colombianos; controlar los flujos de petróleo y minerales, los recursos en agua dulce y la biodiversidad. Pero desde el principio sus principales objetivos fueron: vigilar Venezuela y desestabilizar la Revolución Bolivariana.
Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el Secretario norteamericano de Defensa, Donald Rumsfeld, definió una nueva doctrina militar para enfrentar al "terrorismo internacional". Modificó la estrategia de despliegue exterior, fundada en la existencia de enormes bases dotadas de numeroso personal. Y decidió reemplazar esas megabases por un número mucho más elevado de Foreign Operating Location (FOL, Sitio Operacional Preposicionado) y de Cooperative Security Locations (CSL, Sitio Compartido de Seguridad) con poco personal militar pero equipado con tecnologías ultramodernas de detección.
Resultado: en poco tiempo, la cantidad de instalaciones militares estadounidenses en el extranjero se multiplicó, alcanzando la insólita suma de 865 bases de tipo FOL o CSL desplegadas en 46 países. Jamás en la historia, una potencia multiplicó de tal modo sus puestos militares de control para implantarse a través del planeta.
En América Latina, el redespliegue de bases ya permitió que la de Manta (Ecuador) colaborase en el fallido golpe de Estado del 11 de abril de 2002 contra el Presidente Chávez. A partir de entonces, una campaña mediática dirigida por Washington empieza a difundir falsas informaciones sobre la pretendida presencia en ese país de células de organizaciones como Hamás, Hezbolá y hasta Al Qaeda.
Con el pretexto de vigilar tales movimientos, y en represalia contra el gobierno de Caracas que puso fin, en mayo de 2004, a medio siglo de presencia militar estadounidense en Venezuela, el Pentágono amplia el uso de sus bases militares en las islas de Aruba y Curazao, situadas muy cerca de las costas venezolanas, donde últimamente se han incrementado las visitas de buques de guerra estadounidenses.
Lo cual ha sido recientemente denunciado por el Presidente Chávez: "Es bueno que Europa sepa que el imperio norteamericano está armando hasta los dientes, llenando de aviones de guerra y de barcos de guerra las islas de Aruba y Curazao. (...) Estoy acusando al Reino de los Países Bajos de estar preparando, junto al imperio yanqui, una agresión contra Venezuela" (1).
En 2006, se empieza a hablar en Caracas de "socialismo del siglo XXI", nace la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA) y Hugo Chávez es reelegido presidente. Washington reacciona imponiendo un embargo sobre la venta de armas a Venezuela, bajo el pretexto de que Caracas "no colabora suficientemente en la guerra contra el terrorismo". Los aviones F-16 de las fuerzas aéreas venezolanas se quedan sin piezas de recambio. Ante esa situación, las autoridades venezolanas establecen un acuerdo con Rusia para dotar a su fuerza aerea de aviones Sukhoi. Washington denuncia un presunto "rearmamento masivo" de Venezuela, omitiendo recordar que los principales presupuestos militares de América Latina son los de Brasil, Colombia y Chile. Y que, cada año, Colombia recibe una ayuda militar estadounidense de 630 millones de dólares (unos 420 millones de euros).
A partir de ahí, las cosas se aceleran. El 1 de marzo de 2008, ayudadas por la base de Manta, las fuerzas colombianas atacan un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) situado en el interior del territorio de Ecuador. Quito, en represalia, decide no renovar el acuerdo sobre la base de Manta que vence en noviembre de 2009. Washington responde, el mes siguiente, con la reactivación de la IV Flota (desactivada en 1948, hace sesenta años...) cuya misión es vigilar la costa atlántica de América del Sur. Un mes más tarde, los Estados sudamericanos, reunidos en Brasilia, replican creando la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), y, en marzo de 2009, el Consejo de Defensa Suramericano.
Unas semanas después, el embajador de Estados Unidos en Bogotá anuncia que la base de Manta será relocalizada en Palanquero, Colombia. En junio, con el apoyo de la base estadounidense de Soto Cano, se produce el golpe de Estado en Honduras contra el Presidente Manuel Zelaya quien había conseguido integrar a su país en el ALBA. En agosto, el Pentágono anuncia que dispondrá de siete nuevas bases militares en Colombia. Y en octubre, el presidente conservador de Panamá, Ricardo Martinelli, admite que ha cedido a Estados Unidos el uso de cuatro nuevas bases militares.
De ese modo, Venezuela y la Revolución Bolivariana se ven rodeadas por nada menos que trece bases estadounidenses, situadas en Colombia, Panamá, Aruba y Curazao, así como por los portaaviones y navíos de guerra de la IV Flota. El Presidente Obama parece haber dejado manos libres al Pentágono. Todo anuncia una agresión inminente. ¿Consentirán los pueblos que un nuevo crimen contra la democracia se cometa en América Latina?
Notas: (1) Discurso en el Encuentro del ALBA con los Movimientos Sociales de Dinamarca, Copenhague, 17 de diciembre de 2009.

Ignacio Ramonet
Enero de 2010